jueves, 16 de febrero de 2017

Mientras los vasos paralelos

Cuatro o cinco horas (desde el atardecer)   llevo sentada, en silencio, junto a su cama. Él respira, evidentemente; pero sólo respira. No duerme. Está desapareciendo detrás de los tubos. Toco su mano helada. Miro mi reloj: he tardado  nueve minutos de contacto para calentar su mano con la mía. Su mano que ha virado del gris a un leve rosa pálido. Si rozo su otra mano, cercana también y también sobre su pecho…puedo palpar lo gélido, lo que huele a catacumba y olvido. Miro mi reloj otras muchas veces, obsesivamente. Escucho su corazón encerrado cómo le golpea el tórax. Tengo sed.
         Me han dicho, me han solicitado, que intente hablar con él. ¿Cómo puedo establecer contacto con palabras?...él, tal vez, pueda oírla, me han dicho sin embargo...Taxativamente han dicho “usted debe hablarle”…no han mencionado un diálogo; alguna eventual respuesta: “háblele” me han dicho,  no me han dicho “converse” o “comuníquese”. Será que establecer un tejido de palabras, un nudo entre ambos, no es algo que ellos crean previsible. Ni sus manos rígidas (ni su lengua rígida, como una imagen santa y muerta en el oscuro templo de su boca) pueden ya tejer o destejer nudo ninguno. Pero yo hablo, mientras la gran espera. Monologo. Y pienso que debo levantarme a beber agua.
         Mientras, le cuento banalidades de lo banal de ir respirando a su lado. Tengo sed. Pienso que, bajo la sábana, respiran sus células; sus dendritas, sus núcleos, sus terrores…y que se expanden las membranas más leves con el aire forzado del respirador…y hay anticuerpos ¿existirán acaso? que luchan ciegamente; y así nacen y mueren, suman ya millones en estas horas que llevo en silencio a su lado. Está lleno de vida ese cuerpo que pareciera muerto. Está lleno de líquidos que fluyen como torrentes en el silencio de sus arterias y vesículas. Está su lengua llena de palabras no dichas, que me buscan en la noche que empieza. Está su sexo roto esperando el calor de mis piernas. ¿Por qué pienso estas imágenes que solicitan vida y más vida? ¿Es tal locura intentar organizar el ruido de la mente?. Ese ruido en mi cráneo, a una infinita distancia de no más de un metro de su cráneo…silencioso y cegado, vuelto arenisca seca que  erosiona toda cosa…y persona; sentada aquí, pensando sin detenimiento en una corriente espesa y veloz que no para y me come el aliento…y así como yo no puedo detener mi pensamiento, acaso él no puede detener la percepción y afectos de sus células más íntimas; en medio del silencio absoluto. Y todo lo que no detiene, precipita. Así marcha a volcarse el río en el cubil helado de ávida muerte.
         ¿Escuchas mi cháchara sin fin…palabrería de mi desespero a tu lado? Acaso escuchas como a mí me gustaba hacerlo, cuando volvías a casa, al final del día, final de tus tareas, de tus clases…”hoy hemos comentado un diálogo platónico” o “hemos hablado del sinsentido de la muerte…es decir de su sentido”, etc. etc. ¿Crees que logré que se interesaran por el misterio, por el “agalma” –el misterioso y brillante anillo, apenas entrevisto-de Sócrates?...¿es la muerte el más intenso brillo del “agalma”…la joya que muestra y se oculta?. Esa metonimia que recorre los siglos…
         Y yo ni siquiera intentaba responderte…qué decir acaso…aislada como estaba en mis propias rutinas de la arquitectura: crear desde lo imaginario, dibujar interiores, levantar alzados de fachadas...meditar sobre torsiones del espacio. Las tuyas eran formas verbales…las mías, formas de objetos y elementos soportando vacíos y simulando vacíos. Todo esto ocurrió antes de la enfermedad, lo sé. Porque, de pronto desapareciste…en la succión de un vacío mayor, inexpugnable y de avidez incesante.
         De todo esto te he hablado hoy, mientras te observaba hasta sentir a mis ojos como luz que declina y duele, hasta ser huecos de niebla de donde no salen formas, ni sonidos, ni nada. Tengo sed…mucha. Pero no me atrevo a dejarte sólo. ¡Qué estupidez, como si pudieses ausentarte o hacerte daño con un movimiento brusco…o sentir la soledad y el silencio!. De todo esto te hablo mientras te miro, como fascinada ante una fiera de ferocidad inédita y destructora de todo los cierto y verdadero. Mientras te observo, escucho tu mortal disnea…por momentos, cuando el respirador pareciera también entrar en pausa, la pausa del cansancio de los metales inertes. Y ahora tu mano ya ha disipado mi temperatura de contacto…y retorna hacia el hielo que hiere.
         De todo esto te he hablado hoy…mientras te observo –mortal y respirando- y siento tu mano regresando hacia el frío. Tengo sed. Y no me escuchas. Nuestro diálogo se fue en su carro de cenizas, entre palabras huecas. El aire de la habitación se ha vuelto del color de la cal y resplandece en la tarde que huye. Es el color de su carne. ¿Huye su carne por todas sus cavernas?. Su columna vertebral se distiende como un arco vencido en una arquitectura falaz. Su voluntad ya no me escucha. Toda célula y cualquiera se desordena ya en su núcleo central… como un puñado de arroz bajo la lluvia. (Esta última frase es suya…de un viejo poema suyo. ¿Sentirá él que yo lo cito…que, con pavor, yo lo cito?).
         Finalmente, he decidido abandonar la silla para buscar una botellita de agua en la cafetería, de la que tengo un presentimiento. Me asomo por la puerta de su habitación hacia un pasillo sin límites. Ya todo está pintado por la noche. Cuando mi torso y mi cabeza se asoman al espacio, un sensor automático ilumina  -en un estallido silencioso- decenas de puntos de luz fría, a lo largo de las sombras y las puertas. Me tranquiliza esto…pero al mismo tiempo me detiene: ¿en todos los pisos del hospital habrá ya el mismo vacío y su negrura? ¿la misma soledad desbordando los ascensores?. Tengo un poco de miedo y decido no salir.
         Procuraré beber agua  en el cuarto de baño. Si no encuentro un vaso limpio en su funda de plástico…beberé con el cuenco de la mano. Al retornar a mi asiento, veo en la débil luz filtrada que hay un vaso lleno de agua y al alcance de mi mano. Está –ha estado todo el tiempo- sobre la mesilla. ¿Lo habrán dejado para él? Pero a quién podría ocurrírsele, entre estos profesionales, semejante cosa…si él no puede beber, no puede tragar…si él se hidrata por la perfusión de los tubos.  Nadie pudo pensar aquí en ofrecerle un vaso de agua, como a un animal sediento pero ágil. ¿Acaso he sido yo misma en los desmayos de la razón? ¡Qué torpe compañía que estoy siendo!.
         Entonces, me decido a beber de ese agua quieta. Aunque fantaseo –durante un breve instante-  con la idea morbosa de que si poso mis labios donde él hubiese bebido…me contagiaré con el mal. Pero todo es absurdo: no hay amenazas  para mí; ni de microorganismos ni de virus. Él se ha hecho con su propia amenaza retorciendo sus células específicas. ¿Él ha construido su propia versión del mal en un retorcimiento imprevisto de su deseo?.
         Pudiera ser, tal vez. Ambos sabemos ya que la existencia es breve, pero el deseo es infinito…e incognoscible.
         Me pongo de pie y estiro un brazo hacia el agua brillante. Siento el estremecimiento de toda mi carne cuando el líquido, insólitamente helado, me penetra como estoque hasta el alma y los lugares del deseo. Tiemblo y siento un vértigo súbito que me obliga a volver a la silla. Pero, en el momento fugaz en que estuve de pie, pude acechar en la penumbra toda la latitud de su cuerpo, abandonado a su mecánica de inspiración y expiración.
         Recuerdo ahora nuestros primeros diálogos. Recuerdo el pavor y la incoherente alegría con que comprendimos –al unísono- que el deseo es como una tenia inmortal que se regenera de fragmentos infinitesimales.
         Sin saber muy bien qué hago ni por qué…comienzo a quitarme ropa; hasta mi total desnudez. Marcho hacia él, entonces, y me retrepo en la alta cama. Con mis hombros y brazos rozo sus manos gélidas…pero mi cuerpo desnudo comprende rápidamente que su torso, sus caderas, sus piernas aún fuertes…son un territorio que arde.
         Entonces acoplo íntimamente mi cuerpo a su forma. Y, poco a poco, la corriente de mis células entra en los laberintos de las suyas.  Y se abre el conmovedor instante cuando, entre lágrimas, comienzo a comprender.
© carlosmamonde.


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