Mientras
los vasos paralelos
Cuatro
o cinco horas (desde el atardecer) llevo sentada, en silencio, junto a su cama.
Él respira, evidentemente; pero sólo respira. No duerme. Está desapareciendo
detrás de los tubos. Toco su mano helada. Miro mi reloj: he tardado nueve minutos de contacto para calentar su
mano con la mía. Su mano que ha virado del gris a un leve rosa pálido. Si rozo
su otra mano, cercana también y también sobre su pecho…puedo palpar lo gélido,
lo que huele a catacumba y olvido. Miro mi reloj otras muchas veces,
obsesivamente. Escucho su corazón encerrado cómo le golpea el tórax. Tengo sed.
Me han dicho, me han solicitado, que
intente hablar con él. ¿Cómo puedo establecer contacto con palabras?...él, tal
vez, pueda oírla, me han dicho sin embargo...Taxativamente han dicho “usted
debe hablarle”…no han mencionado un diálogo; alguna eventual respuesta:
“háblele” me han dicho, no me han dicho
“converse” o “comuníquese”. Será que establecer un tejido de palabras, un nudo
entre ambos, no es algo que ellos crean previsible. Ni sus manos rígidas (ni su
lengua rígida, como una imagen santa y muerta en el oscuro templo de su boca)
pueden ya tejer o destejer nudo ninguno. Pero yo hablo, mientras la gran
espera. Monologo. Y pienso que debo levantarme a beber agua.
Mientras, le cuento banalidades de lo
banal de ir respirando a su lado. Tengo sed. Pienso que, bajo la sábana,
respiran sus células; sus dendritas, sus núcleos, sus terrores…y que se
expanden las membranas más leves con el aire forzado del respirador…y hay
anticuerpos ¿existirán acaso? que luchan ciegamente; y así nacen y mueren, suman
ya millones en estas horas que llevo en silencio a su lado. Está lleno de vida
ese cuerpo que pareciera muerto. Está lleno de líquidos que fluyen como
torrentes en el silencio de sus arterias y vesículas. Está su lengua llena de
palabras no dichas, que me buscan en la noche que empieza. Está su sexo roto
esperando el calor de mis piernas. ¿Por qué pienso estas imágenes que solicitan
vida y más vida? ¿Es tal locura intentar organizar el ruido de la mente?. Ese
ruido en mi cráneo, a una infinita distancia de no más de un metro de su
cráneo…silencioso y cegado, vuelto arenisca seca que erosiona toda cosa…y persona; sentada aquí,
pensando sin detenimiento en una corriente espesa y veloz que no para y me come
el aliento…y así como yo no puedo detener mi pensamiento, acaso él no puede
detener la percepción y afectos de sus células más íntimas; en medio del
silencio absoluto. Y todo lo que no detiene, precipita. Así marcha a volcarse
el río en el cubil helado de ávida muerte.
¿Escuchas mi cháchara sin
fin…palabrería de mi desespero a tu lado? Acaso escuchas como a mí me gustaba
hacerlo, cuando volvías a casa, al final del día, final de tus tareas, de tus
clases…”hoy hemos comentado un diálogo platónico” o “hemos hablado del sinsentido
de la muerte…es decir de su sentido”, etc. etc. ¿Crees que logré que se
interesaran por el misterio, por el “agalma” –el misterioso y brillante anillo,
apenas entrevisto-de Sócrates?...¿es la muerte el más intenso brillo del “agalma”…la
joya que muestra y se oculta?. Esa metonimia que recorre los siglos…
Y yo ni siquiera intentaba
responderte…qué decir acaso…aislada como estaba en mis propias rutinas de la
arquitectura: crear desde lo imaginario, dibujar interiores, levantar alzados
de fachadas...meditar sobre torsiones del espacio. Las tuyas eran formas
verbales…las mías, formas de objetos y elementos soportando vacíos y simulando
vacíos. Todo esto ocurrió antes de la enfermedad, lo sé. Porque, de pronto
desapareciste…en la succión de un vacío mayor, inexpugnable y de avidez
incesante.
De todo esto te he hablado hoy,
mientras te observaba hasta sentir a mis ojos como luz que declina y duele,
hasta ser huecos de niebla de donde no salen formas, ni sonidos, ni nada. Tengo
sed…mucha. Pero no me atrevo a dejarte sólo. ¡Qué estupidez, como si pudieses
ausentarte o hacerte daño con un movimiento brusco…o sentir la soledad y el
silencio!. De todo esto te hablo mientras te miro, como fascinada ante una
fiera de ferocidad inédita y destructora de todo los cierto y verdadero.
Mientras te observo, escucho tu mortal disnea…por momentos, cuando el
respirador pareciera también entrar en pausa, la pausa del cansancio de los
metales inertes. Y ahora tu mano ya ha disipado mi temperatura de contacto…y
retorna hacia el hielo que hiere.
De todo esto te he hablado hoy…mientras
te observo –mortal y respirando- y siento tu mano regresando hacia el frío.
Tengo sed. Y no me escuchas. Nuestro diálogo se fue en su carro de cenizas,
entre palabras huecas. El aire de la habitación se ha vuelto del color de la
cal y resplandece en la tarde que huye. Es el color de su carne. ¿Huye su carne
por todas sus cavernas?. Su columna vertebral se distiende como un arco vencido
en una arquitectura falaz. Su voluntad ya no me escucha. Toda célula y
cualquiera se desordena ya en su núcleo central… como un puñado de arroz bajo
la lluvia. (Esta última frase es suya…de un viejo poema suyo. ¿Sentirá él que
yo lo cito…que, con pavor, yo lo cito?).
Finalmente, he decidido abandonar la
silla para buscar una botellita de agua en la cafetería, de la que tengo un
presentimiento. Me asomo por la puerta de su habitación hacia un pasillo sin
límites. Ya todo está pintado por la noche. Cuando mi torso y mi cabeza se
asoman al espacio, un sensor automático ilumina
-en un estallido silencioso- decenas de puntos de luz fría, a lo largo
de las sombras y las puertas. Me tranquiliza esto…pero al mismo tiempo me
detiene: ¿en todos los pisos del hospital habrá ya el mismo vacío y su negrura?
¿la misma soledad desbordando los ascensores?. Tengo un poco de miedo y decido
no salir.
Procuraré beber agua en el cuarto de baño. Si no encuentro un vaso
limpio en su funda de plástico…beberé con el cuenco de la mano. Al retornar a
mi asiento, veo en la débil luz filtrada que hay un vaso lleno de agua y al alcance
de mi mano. Está –ha estado todo el tiempo- sobre la mesilla. ¿Lo habrán dejado
para él? Pero a quién podría ocurrírsele, entre estos profesionales, semejante
cosa…si él no puede beber, no puede tragar…si él se hidrata por la perfusión de
los tubos. Nadie pudo pensar aquí en
ofrecerle un vaso de agua, como a un animal sediento pero ágil. ¿Acaso he sido
yo misma en los desmayos de la razón? ¡Qué torpe compañía que estoy siendo!.
Entonces, me decido a beber de ese agua
quieta. Aunque fantaseo –durante un breve instante- con la idea morbosa de que si poso mis labios
donde él hubiese bebido…me contagiaré con el mal. Pero todo es absurdo: no hay
amenazas para mí; ni de microorganismos
ni de virus. Él se ha hecho con su propia amenaza retorciendo sus células
específicas. ¿Él ha construido su propia versión del mal en un retorcimiento
imprevisto de su deseo?.
Pudiera ser, tal vez. Ambos sabemos ya
que la existencia es breve, pero el deseo es infinito…e incognoscible.
Me pongo de pie y estiro un brazo hacia
el agua brillante. Siento el estremecimiento de toda mi carne cuando el
líquido, insólitamente helado, me penetra como estoque hasta el alma y los
lugares del deseo. Tiemblo y siento un vértigo súbito que me obliga a volver a
la silla. Pero, en el momento fugaz en que estuve de pie, pude acechar en la
penumbra toda la latitud de su cuerpo, abandonado a su mecánica de inspiración
y expiración.
Recuerdo ahora nuestros primeros
diálogos. Recuerdo el pavor y la incoherente alegría con que comprendimos –al
unísono- que el deseo es como una tenia inmortal que se regenera de fragmentos
infinitesimales.
Sin saber muy bien qué hago ni por
qué…comienzo a quitarme ropa; hasta mi total desnudez. Marcho hacia él,
entonces, y me retrepo en la alta cama. Con mis hombros y brazos rozo sus manos
gélidas…pero mi cuerpo desnudo comprende rápidamente que su torso, sus caderas,
sus piernas aún fuertes…son un territorio que arde.
Entonces acoplo íntimamente mi cuerpo a
su forma. Y, poco a poco, la corriente de mis células entra en los laberintos
de las suyas. Y se abre el conmovedor instante
cuando, entre lágrimas, comienzo a comprender.
© carlosmamonde.