jueves, 16 de febrero de 2017

Mientras los vasos paralelos

Cuatro o cinco horas (desde el atardecer)   llevo sentada, en silencio, junto a su cama. Él respira, evidentemente; pero sólo respira. No duerme. Está desapareciendo detrás de los tubos. Toco su mano helada. Miro mi reloj: he tardado  nueve minutos de contacto para calentar su mano con la mía. Su mano que ha virado del gris a un leve rosa pálido. Si rozo su otra mano, cercana también y también sobre su pecho…puedo palpar lo gélido, lo que huele a catacumba y olvido. Miro mi reloj otras muchas veces, obsesivamente. Escucho su corazón encerrado cómo le golpea el tórax. Tengo sed.
         Me han dicho, me han solicitado, que intente hablar con él. ¿Cómo puedo establecer contacto con palabras?...él, tal vez, pueda oírla, me han dicho sin embargo...Taxativamente han dicho “usted debe hablarle”…no han mencionado un diálogo; alguna eventual respuesta: “háblele” me han dicho,  no me han dicho “converse” o “comuníquese”. Será que establecer un tejido de palabras, un nudo entre ambos, no es algo que ellos crean previsible. Ni sus manos rígidas (ni su lengua rígida, como una imagen santa y muerta en el oscuro templo de su boca) pueden ya tejer o destejer nudo ninguno. Pero yo hablo, mientras la gran espera. Monologo. Y pienso que debo levantarme a beber agua.
         Mientras, le cuento banalidades de lo banal de ir respirando a su lado. Tengo sed. Pienso que, bajo la sábana, respiran sus células; sus dendritas, sus núcleos, sus terrores…y que se expanden las membranas más leves con el aire forzado del respirador…y hay anticuerpos ¿existirán acaso? que luchan ciegamente; y así nacen y mueren, suman ya millones en estas horas que llevo en silencio a su lado. Está lleno de vida ese cuerpo que pareciera muerto. Está lleno de líquidos que fluyen como torrentes en el silencio de sus arterias y vesículas. Está su lengua llena de palabras no dichas, que me buscan en la noche que empieza. Está su sexo roto esperando el calor de mis piernas. ¿Por qué pienso estas imágenes que solicitan vida y más vida? ¿Es tal locura intentar organizar el ruido de la mente?. Ese ruido en mi cráneo, a una infinita distancia de no más de un metro de su cráneo…silencioso y cegado, vuelto arenisca seca que  erosiona toda cosa…y persona; sentada aquí, pensando sin detenimiento en una corriente espesa y veloz que no para y me come el aliento…y así como yo no puedo detener mi pensamiento, acaso él no puede detener la percepción y afectos de sus células más íntimas; en medio del silencio absoluto. Y todo lo que no detiene, precipita. Así marcha a volcarse el río en el cubil helado de ávida muerte.
         ¿Escuchas mi cháchara sin fin…palabrería de mi desespero a tu lado? Acaso escuchas como a mí me gustaba hacerlo, cuando volvías a casa, al final del día, final de tus tareas, de tus clases…”hoy hemos comentado un diálogo platónico” o “hemos hablado del sinsentido de la muerte…es decir de su sentido”, etc. etc. ¿Crees que logré que se interesaran por el misterio, por el “agalma” –el misterioso y brillante anillo, apenas entrevisto-de Sócrates?...¿es la muerte el más intenso brillo del “agalma”…la joya que muestra y se oculta?. Esa metonimia que recorre los siglos…
         Y yo ni siquiera intentaba responderte…qué decir acaso…aislada como estaba en mis propias rutinas de la arquitectura: crear desde lo imaginario, dibujar interiores, levantar alzados de fachadas...meditar sobre torsiones del espacio. Las tuyas eran formas verbales…las mías, formas de objetos y elementos soportando vacíos y simulando vacíos. Todo esto ocurrió antes de la enfermedad, lo sé. Porque, de pronto desapareciste…en la succión de un vacío mayor, inexpugnable y de avidez incesante.
         De todo esto te he hablado hoy, mientras te observaba hasta sentir a mis ojos como luz que declina y duele, hasta ser huecos de niebla de donde no salen formas, ni sonidos, ni nada. Tengo sed…mucha. Pero no me atrevo a dejarte sólo. ¡Qué estupidez, como si pudieses ausentarte o hacerte daño con un movimiento brusco…o sentir la soledad y el silencio!. De todo esto te hablo mientras te miro, como fascinada ante una fiera de ferocidad inédita y destructora de todo los cierto y verdadero. Mientras te observo, escucho tu mortal disnea…por momentos, cuando el respirador pareciera también entrar en pausa, la pausa del cansancio de los metales inertes. Y ahora tu mano ya ha disipado mi temperatura de contacto…y retorna hacia el hielo que hiere.
         De todo esto te he hablado hoy…mientras te observo –mortal y respirando- y siento tu mano regresando hacia el frío. Tengo sed. Y no me escuchas. Nuestro diálogo se fue en su carro de cenizas, entre palabras huecas. El aire de la habitación se ha vuelto del color de la cal y resplandece en la tarde que huye. Es el color de su carne. ¿Huye su carne por todas sus cavernas?. Su columna vertebral se distiende como un arco vencido en una arquitectura falaz. Su voluntad ya no me escucha. Toda célula y cualquiera se desordena ya en su núcleo central… como un puñado de arroz bajo la lluvia. (Esta última frase es suya…de un viejo poema suyo. ¿Sentirá él que yo lo cito…que, con pavor, yo lo cito?).
         Finalmente, he decidido abandonar la silla para buscar una botellita de agua en la cafetería, de la que tengo un presentimiento. Me asomo por la puerta de su habitación hacia un pasillo sin límites. Ya todo está pintado por la noche. Cuando mi torso y mi cabeza se asoman al espacio, un sensor automático ilumina  -en un estallido silencioso- decenas de puntos de luz fría, a lo largo de las sombras y las puertas. Me tranquiliza esto…pero al mismo tiempo me detiene: ¿en todos los pisos del hospital habrá ya el mismo vacío y su negrura? ¿la misma soledad desbordando los ascensores?. Tengo un poco de miedo y decido no salir.
         Procuraré beber agua  en el cuarto de baño. Si no encuentro un vaso limpio en su funda de plástico…beberé con el cuenco de la mano. Al retornar a mi asiento, veo en la débil luz filtrada que hay un vaso lleno de agua y al alcance de mi mano. Está –ha estado todo el tiempo- sobre la mesilla. ¿Lo habrán dejado para él? Pero a quién podría ocurrírsele, entre estos profesionales, semejante cosa…si él no puede beber, no puede tragar…si él se hidrata por la perfusión de los tubos.  Nadie pudo pensar aquí en ofrecerle un vaso de agua, como a un animal sediento pero ágil. ¿Acaso he sido yo misma en los desmayos de la razón? ¡Qué torpe compañía que estoy siendo!.
         Entonces, me decido a beber de ese agua quieta. Aunque fantaseo –durante un breve instante-  con la idea morbosa de que si poso mis labios donde él hubiese bebido…me contagiaré con el mal. Pero todo es absurdo: no hay amenazas  para mí; ni de microorganismos ni de virus. Él se ha hecho con su propia amenaza retorciendo sus células específicas. ¿Él ha construido su propia versión del mal en un retorcimiento imprevisto de su deseo?.
         Pudiera ser, tal vez. Ambos sabemos ya que la existencia es breve, pero el deseo es infinito…e incognoscible.
         Me pongo de pie y estiro un brazo hacia el agua brillante. Siento el estremecimiento de toda mi carne cuando el líquido, insólitamente helado, me penetra como estoque hasta el alma y los lugares del deseo. Tiemblo y siento un vértigo súbito que me obliga a volver a la silla. Pero, en el momento fugaz en que estuve de pie, pude acechar en la penumbra toda la latitud de su cuerpo, abandonado a su mecánica de inspiración y expiración.
         Recuerdo ahora nuestros primeros diálogos. Recuerdo el pavor y la incoherente alegría con que comprendimos –al unísono- que el deseo es como una tenia inmortal que se regenera de fragmentos infinitesimales.
         Sin saber muy bien qué hago ni por qué…comienzo a quitarme ropa; hasta mi total desnudez. Marcho hacia él, entonces, y me retrepo en la alta cama. Con mis hombros y brazos rozo sus manos gélidas…pero mi cuerpo desnudo comprende rápidamente que su torso, sus caderas, sus piernas aún fuertes…son un territorio que arde.
         Entonces acoplo íntimamente mi cuerpo a su forma. Y, poco a poco, la corriente de mis células entra en los laberintos de las suyas.  Y se abre el conmovedor instante cuando, entre lágrimas, comienzo a comprender.
© carlosmamonde.


LA TENTACION HUMANA

1.
Al final de la calle, de este filo que sube, donde moran
Cloto y Láquesis y la vieja Átropos…esas sucias y lujuriosas parcas,
Bienamadas…

Tres mujeres de senos altos y de areolas oscuras y lengua predadora
Tientan al poeta. El que bebe solo.
El que vive libre la ilusión de estar vivo
En el espacio, en la arruga del tiempo,
En la ilusión, de la tierra
Oculta por la lluvia.

(Pero)
El poeta no quiere tener sexo con ellas,
Porque sabe que son un puro mito
-un grito desesperado a las estrellas muertas-
el dolor de la hetaira que los dioses desprecian.

(Pero)
El vecino pelirrojo camina muy aprisa, va corriendo, se agita;

Corre bebiéndose  el olor de sus sábanas, corre a  la lluvia de sus negros cabellos. Esa grasa bendita,
Que huele como el perdón y el pan al náufrago…

El herido pelirrojo desespera
Por cada instante cobijado en su sexo.
Corre hacia Cloto, a quien prefiere…Es ella, por su aroma de mar roto en galerna,
Por su juventud sin escritura y sin espera…

La muchacha que hila, la que acecha
En el burdel que gime su espesura.

“Hoy he respirado  como un niño que nace, que bebe todo áspero
Del aire más violento,
Del viento inmaculado
Que sale de su boca…del paladar de Cloto donde habita
La promesa de la vida eterna”; me grita cuando pasa
Calle abajo, al poeta y ya se burla, impío,
De la sombra, del hueso,
Del hombre  sospechado…del oscuro que yace. Este yo mismo
Como muerta piedra sobre piedra sorda, sobre
El umbral helado donde yazgo y duele…

Allí,
Donde derramo
Mi semilla en la tierra...

……………………………….

Y en las mesetas últimas del día
Ambos se pierden
Por la carne terrible de la pólvora, por el miedo de ser en soledad.
Muertos los dioses.




2.
Yo me ahogo extraviado en su música,
Aterrado en su silencio,
Si gritan de deseo o si me miran con la distancia usual, insoportable
De la mujer al hombre. Y viceversa.

Yo busco ciego en la luz de los duros pigmentos
Y no entiendo los signos, que el hombre pelirrojo
Traza sobre telas y piedras y pezones dulcísimos,
Y en el cuello más agrio de quien vuelve la espalda.

El posee con su prepotencia casi todo color
Y líneas de pradera en la curva del mundo,
En el susurro de la violenta vida.

Yo pronuncio, yo como, yo me muero, yo quisiera pensar
Casi en un hiato. Pero me falta el riesgo.
Se me ha hurtado el pavor que abre el sentido,
El ojo empecinado de la hormiga de agosto,
El odio de la estrella cuando cae la noche
Y mi vecino  duerme:

Encadenado,

Al goce y al sometimiento.


3.

El poeta, el durmiente, el alelado,
Se estremece hacia el alba, hacia la hora
Cuando huele el alcohol de la ausencia de ella.

La que va oxidándole el corazón y la memoria
Y el recuerdo no intacto del deseo,
El orgasmo…la redención imaginaria.

Cuando cesa, apenas, la tormenta de imágenes, de voces,
Estallan en su brillo esas pequeñas pecas que salpican el dorso
Y curva de los senos y ebriedad de la axila y de la hierba
En la espalda de Cloto.
Y se satura el sueño en el sabor de fuego
Que el pelirrojo besara en su plegaria… de arrobo ante la muerte…

“Lo que nunca he besado”, escribe en su destierro el hombre solo.

¿Me queda la poesía? Se pregunta:
Este destino de ángel
Humillado de olvido. Este desierto ciego de la pérdida.

A mi sólo me cabe la violación de mi mismo,
Este odio ensimismado de lo puro. Y cortar
Con mis dientes de sangre fracasada
Las cuerdas del ahogo.
Y abrirme la camisa en el ruego pueril a las mujeres
Que nunca me parieron  y no tuve.
Y esperar que sus muslos portadores
De toda resurrección y de agua fresca
Vengan a apaciguarme este dolor barroco
De vivir como sombra.
De no haberme atrevido.

Y veo al pelirrojo que ya silba
Y todo perfecciona esta envidia maligna.


4.
Las simples herramientas de la muerte
Son Cloto, Láquesis, Átropos…
Las investidas de lo posible y de la negación de lo mismo
Las entrañables y amadísimas, las alegres flores de la espera.

Ellas trastean con su hierro día y noche. Renuevan
Ahusadas puntas sanguinolentas del dolor que fascina,
Del placer que abre su niebla, dulce bálsamo.
Y tensan el dolor de lo cierto y los sutiles filos
Que señorean el corazón.

Las mordedoras.

Las que cantan, entre risas, celebrando este caos.
Las que esclavizan.
Las que llaman “esclavo” al hombre pelirrojo…
Las que han esclavizado con la mentira de su leche,
Con el estremecimiento de una entrega fingida. Con el estremecimiento
De una alianza negada, aunque en sí buena.
La perdición bellísima. El más alto extravío.

Y así el hermano ríe y se consuela.
Y yo cierro el castillo de mi libertad.


Y quemo la purísima nieve de la consolación.




DEL LIBRO DE JASÓN

[fragmento  séptimo]
Cuando consigue la máxima apertura  (sin piedad) de pupilas, al occidente
otea, husmea, perro del agua sucia, abandono de la carne, perdido dibujo de los sueños
y procura el silencio banal, la no palabra del olvido,  la música del árbol mutilado

se asegura -con afilado cuchillo abriendo los planos de ese goce- del fluir
del naufragio, todo extravío, la música del árbol que lo aturde.

Y silencio del tiempo ya castrado.

Y se sumerge.

Y traga el agua que le niega oxígeno…como toda tu sombra que se iza del lecho.



[fragmento  sexagésimo primero ]

Bajando a lo profundo donde lo humano es alga es onda fugaz es gota a gota…
ve alejarse su nave hacia un puerto de miedo.
Donde Argos encalla y acepta su destino. Y piensa la madera: he perdido las velas, mi carenado es cáncer y él se ha sumergido
en el tiempo exacto de morir.
Quiero ser lodo…un pecio apenas, una mancha de óxido en el dolor del agua.

Sobre todas las costas se han cariado los sueños. La ceniza
enamora paladar de guerreros y la ira de muertos…
y finge neblinas al oro inefable del azar y certeza de los eternos reyes.

Nadie habrá de comer ni habrá la espera del sosiego o
del desasosiego. La mañana no hace coito con la tarde roja.
Chisporrotean las ciudades como una nube de insectos inconcientes…
El lienzo de la nube y la luna se pudren….resbalan sobre un río negro
que atraviesa las agujas del mar.  La tormenta es lo seco. Lo absoluto tiempo.

Veo abrirse el paño de las genealogías.

He llegado a la precisa fuente. A la pregunta de infinitos dedos sucios
Que teje cada nudo. Y teje el ya postrero.
































TAJO EN LA GUERRA
Por Carlos Mamonde

…entre los perversos recuerdos de los eventos
[¿cuándo comienzan los eventos? ¿cuál es el acto de voluntad o azar que los temporaneiza en el horizonte de la temporalidad? ¿los restituye desde el atroz error metafísico? ¿acto de quien, de qué,  de “qualsiasi mancanza”?)...y todo recuerdo es perverso (goce y hoguera) porque es arrastramiento del gusano en el  lodo del Tiempo..entre esas perversiones secretísimas y demasiado amadas está el de aquella noche que comenzó una tarde y siguió en alta noche y alba violenta y caída en el amanecer todocontínuo acontecer y topología anudada en bucle de dos mutuas pieles y osamentas ardientes y melancolía y orgasmos y deslumbramiento que destellan las potencias absolutas y mínimas del tejido nervioso y las arteriolas que oxigenan pene y vagina y pezones temblando y el pene ya doméstico y juguete de ambos todocontínuo amantes batidos por tormentas anónimas de revelación y ocultamiento… ¡goce paradójico, derivas de las metáforas de la carne, en la semipenumbra de la casita de la calle Lacana,en el noroeste de esa ya olvidada provincia en guerra en el noroeste del país Devorar…donde el acontecer se corona en goterones de plomo líquida muerte de la guerra sucia civil y sucia del profundo sur…semipenumbra donde los amantes take shelter para el raro experimento de amarse en mitad del odio…]
         La casita,  ya en los bordes de las calles pavimentadas, del barrio Shinckal donde el personaje de Hugo llegó a la gracia humana de penetrarte, Irene amadísima…donde a tu vez tu cóncavo calor fue  la copa donde en lo fugaz se salvan trazas de  materia eterna y deleznable y dulce por un instante que los dioses ignoran, al derramarse el golpe de las cinturas pélvicas… deviniendo música al par de las gargantas que gorjean…
         [Todas estas minucias de la memoria están flotando sobre circunstancias miserables de combates entre fratrias que el país vive (¿entonces?) ; las vesanías de la guerra civil enmascarada hasta el genocidio que sobrevino muy poco después del  hundimiento del “Movimiento”, de su populismo deteriorado… del único partido que había remedado con ciertas mendacidades las virtudes de una paz frágil (que algunos ingenuos llegaron a confundir con un momento de absolución de la Historia)…hundimiento precipitado por las vesanias del  general asesino del ’76… aquellas matanzas fascistas perpetradas por sus bandas armadas y sus milicos y  tantos otros heroes inefables de la religiosidad de Occidente…]


         Era ya el mediodía de un lunes cuando ambos amantes, Irene y Hugo, dieron por tristemente concluida –o al menos postergada- la salvación de la carne.
         En este momento narrativo, ambos escuchan pasos en la arena del pequeño jardín. Y Hugo se asoma, abriendo –con un dedo- una fisura  pueril entre las cortinas envejecidas…y descubre que—silencioso-- se acerca un vecino (hijo de tres dinastías de vecinos como clones, ex amigo de infancia)…vecino que es ahora Enemigo (aunque en esta avanzadilla venga al parecer desarmado; acaso porque aún no es exigua la luz) . Y Hugo no sabe si quedarse esperando  allí, desnudo como un pez absurdo junto a los cristales fríos…o retornar al hueco incandescente, sábanas, donde yace Irene, adormilada, dada vuelta en sí misma como una fruta extendida.
Viéndola así, en la explanación de su alma por sus poros, Hugo necesita –acaso sea sólo por un milésimo instante- retomar la electricidad de esa carne y entonces, caminando hacia atrás sobre huellas invisibles de sus talones, silencioso, urgido, retorna a las clavículas de Irene y vuelve a pringarse en el contacto líquido, vuelve a lamerla, acariciarla…en un “moto perpetuo”…
En ese momento de azar, el Enemigo, aún casi visible  en el atardecer del jardín…grita airado llamándola…grita que quiere ver a la mujer. Ella es para él su Enemiga refleja, la más odiada, la que pare el peligro…la que ya tomado, más de una vez, la iniciativa en el ataque armado, cruento, altisonante de disparos de fusiles de asalto, en cuanto cae la noche. Y, tapada su cara por la almohada, escucha Irene gritar su nombre; ofendiéndola, citándola, tentándola desde el odio profundo, desde el crujir de dientes…
Pero ella, junto a Hugo querría olvidar el combate –como si fuera posible-, querría tornarse invisible, como una hoja de canto, como una navaja de canto...anhela el arduo ya no ser donde la arrastra la vitalidad eufórica, cándida, de Hugo; desguazándole a ella su  coraje, que es la Gracia en la batalla. Y toda compasión es perversa en el occidente cainita.
“si no me muevo y logro respirar apenas, lo procuro con un deseo mayor que todo sexo”, imagina Irene…la amenaza del hombre en el jardín desaparecerá, como fuego negro en el viento y la lluvia…”Detendré mi pensamiento, mi odio…y ya no pensaré”, piensa la mujer en laxitud y extravío en entretelas del sueño y la vigilia, arrastrado su cuerpo ya opilado del goce…hacia la gravedad del centro --de hierro-- de la Tierra.
Ahora ya no; no podría huir, aunque lo quisiera…he perdido fuerzas con este hombre y su amor, he ganado tiempo para  más allá de la muerte…pero he perdido el tiempo de la fuga.
No tengo fuerzas ¿ y cómo podría ocultarme en los espacios vaciados por el deseo que desarma? . Si incluso presiento que se han vaciados las materias visibles  que ocultaban la casita de Hugo, tras absurdos árboles, tras ruido de insectos inocentes…y este se sitio se ha hecho más visible para las armas explosivas, para los francotiradores que acaso ya me esperan. Ya todo el suelo, la tierra,las arenas, la greda, sus lodos que sustentan los pasos fuera de la casa;  se han ya contaminado por el desorden  que fragiliza y traga a todo el territorio del país. Cuando vengo aquí, a verlo a él, entre las hogueras de los muertos que puntúan el paisaje de batalla;  debería traerme conmigo un minucioso y probado plan de huída.  Pero me desconcentro y puerilizo…y ahora es ya demasiado tarde para organizar algo eficiente.
Lejanamente, escucha Irene cómo, en el umbral de puerta, intenta Hugo negociar una tregua con el intruso. Pero el otro guerero no responde a la ansiedad de la lengua de Hugo. No pueden acordar una tregua mientras ella permanezca  protegida en esa casa.
El Enemigo musita, como si rezara entre dientes cadenas de blasfemias:
-¡es a ella a quien busco!.
Y gruñe:
-¡es a esa a quien quiero!!!-
-…¡a esa puta he venido a buscar!-, grita, sonidos enfermos saliendo explotados desde sus gruñidos, que le envenenan la boca. Queman.
El odio se derrama desde la boca hasta los pies del Enemigo, como si fluyeran toneladas de asfixiante aceite desde una espita rota. Corre el aceite, corroyendo el aire y el manto verde del pequeño jardín.
El odio del que quiere gruñe quiere aprisionarla, llevarla algún sitio de encierro. A un campo de concentración.
-¡ Allá, ellos la harán hablar! – vocifera el hombre del jardín.
-¿ Por qué la odias tanto…tanto como planear tanto dolor para ella?- le grita una pregunta Hugo.
- Es la guerra…es por la guerra… ¡no digas imbecilidades!...-
Irene es una chica como cualquiera, una chica normal (piensa Hugo, estupefacto; aunque no se atreve a decirle al otro lo que piensa. Y , de pronto, todo el universo se achata en una banalidad asfixiante).
¿Qué significa una chica normal: que tiene percepción y lógica y ojos y senos y nalgas y risas…como cualquiera?...piensa el pensamiento.
Y Hugo grita al Otro:
-¿ de verdad quieres que ella muera hoy?.
Y los ojos del otro se paralizan en unas imágenes de deseo y entonces Hugo acaricia su sueño de que el Tiempo ya hubiese  transcurrido…y entonces Irene ya estuviese muerta y como a salvo de lenguas de la hoguera del sueño del vecino intruso. Sería un leve desplazamiento , deriva, diferimiento silencioso del acontecer…hacia donde ella ya estará borrada de todos los registros del Poder, dulcemente deleznable, descomponiéndose en partículas químicas, feliz siendo óxidos y piedras y gases , sin teatros de agonía ni dolor. Dulce Irene. Paz.
En este momento, Hugo recuerda de pronto el nombre del niño que fuera aquel vecino, allá en la infancia: ¡Federico!.  Se llamaba Federico…Fede.  El mismo organismo ahora semioculto entre los arbustos, escondiendo su arma cerca de sus riñones. ¿Será el mismo revólver calibre 38 con que su padre disparaba a los gatos?...¡bestias!.
Pero el tiempo no transcurre pese a la intensidad del querer de Hugo…y Fede permanece en el jardín. Aguardando. Vigilando. Los ha cercado, en cierto modo.

No hay tregua en la guerra.
Y H. le habla, en alta voz, a Fede –pausadamente;  didácticamente; como cuando hablaba  a sus alumnos del pasado.
-¿Sabes qué le sucederá a ella? ¿sabes qué  pasará… si entregas a tu hermana?.
Tus alegres camaradas la golpearán, violarán, extraerán de ella palabras y certezas que nunca tuvo. Desearán como niños imaginar nuevas torturas…la colgarán de las barras fatales del “pau de arará” …la mantendrán horas con sus músculos agarrotados, huesos crujientes…hasta mucho más allá del borde de lo lancinante. La morderán espasmos de tenazas eléctricas. En sus pezones, en el perineo…Y hasta el cielo sufrirá sus convulsiones. Sangrará por el sexo, por sus encías.
Pero Irene no hablará.
Fede le responde: “…yo sólo cumplo órdenes”.
Y todos saben ya que hoy he venido hasta aquí, que he llegado.
Y Hugo aún ruega piedad; una piedad pordiosera. Que pareciera, acaso, hacer vacilar a Fede en sus certezas.
Se da media vuelta, comienza a alejarse lentamente.
-¡ Volveré mañana –grita su estructura de hierro- y mañana y mañana y todos los días…hasta que la dejes venir conmigo!.
Al  anochecer, Irene y Hugo se atreven a asomarse al jardín vacío . En lo cercano y en la lejanía, en la creciente oscuridad, resuenan estampidos de fusiles aislados, ronroneos de helicópteros invisibles. Renace la guerra sucia en la nocturnidad.
Hugo pide a la mujer que huya en ese momento de aparente distracción. Pero reaparece una súbita  sombra e Irene corre hacia al casa, como al útero.
El guerrero, que ha vuelto, dispara ahora ráfagas al aire y rechina los dientes…se muerde hasta hacerse sangre. Y corre hacia Hugo y lo atrapa cerca de la puerta. Le arranca algunos cabellos de un manotazo que lo tumba. Fede le pone el cañón del arma entre las órbitas de los ojos. El acero arde.
-¡Si no me la das…yo mismo te violaré, Hugo…y después lo haré  con la puta!-
- Desde una ventana, Irene dispara su fusil y hiere en un muslo a Federico. El hombre cae, se queja, da unas vueltas sobre sí mismo, se queja y se arrastra con dificultad. Hugo se levanta y entra en la casa. Irene solloza junto a la jamba. Hugo procura calmarla. La besa como un animalito a un animalito. Le mete la lengua entre los dientes. Le bebe lágrimas. La abraza hasta incrustarla en el pecho. La ama. Quisiera devorarla para ocultarla en sí mismo.
Entonces ella se deshace del abrazo y comienza a vestirse. Y grita que tiene que marchar a buscar algo. Algo detrás de las líneas enemigas.
La mujer se desvanece en lo negro.
Hugo se palpa todo el cuerpo. No estoy herido. Estoy vivo. Tiemblo hasta el escalofrío. Sueño con la humedad de la boca de Irene.
Mientras Hugo se precipita, la mujer corre y corre por senderos exhaustos, corre por rumbos de memoria en el vacío invisible…suelta las balas trazadoras en ráfagas inútiles hacia sombras en torno…sombras de la flora y de la fauna, acaso algún humano. Huele que ya pronto reencontrará el combate.
Así, Irene llega a las primeras casas de otro barrio cercano, en la misma comarca de Lacana. Inserta en su arma otro cargador completo y monta el percutor y canta con la muerte; refulge ya toda en el odio.
Mientras Hugo, derrumbado, va perdiendo destellos de conciencia… ¿por qué he amado –se pregunta- a otros humanos, a las hembras? ¿Por qué se ama…en la incoherencia de los días furiosos…será por el aroma fuerte de la carne que fue drogándome? Toda ternura calma y debilita…espejea y delira hasta el alba de la guerra. Porque, quien no conoce el combate, ¿cómo puede argüir sobre el poder o el miedo…o el contacto con la amada?.
El hombre va debilitándose, adormilándose, deslizándose hacia el suelo helado de su casita…y escucha apena ya la voz de un sephirot que le sopla al oído –como fue a los profetas-: ¿Qué puede conmoverte más que un cuerpo humano o el tacto de la muerte?.

©carlosmamonde.